Autoridades, expertos varios y medios informativos se ven en la obligación de advertirnos que conviene a la salud consumir alimentos frugales, tras habernos excedido en comidas copiosas. Del mismo modo, cada verano nos indican que, cuando hace calor, resulta beneficioso situarse en la sombra, beber líquidos o usar ropas ligeras. Diezmada la población por su empeño masivo en correr el maratón, con abrigo de plumas y gorro de lana, a las 3 de la tarde, y con 44 grados a la sombra, o por salir a la intemperie, en invierno, con una camisa mojada a las 5 de la madrugada, había que tomar medidas. Existen indicios de que se han inspirado en la baja mortalidad que registran perros, gatos y el resto de la fauna en similares circunstancias, pese a no poseer el don supremo de la palabra y el entendimiento. Dirigidos y permanentemente alarmados, desviada la atención sobre los asuntos cruciales, los humanos contribuimos de forma entusiasta a la misión de asustarnos y obedecer.
El siglo XXI parece haber alumbrado una ciudadanía que precisa tutela y motivación para afrontar el más nimio esfuerzo, salvo fiestas y gestas deportivas (ajenas a su intervención). Atados a hipotecas y créditos, al sueño del triunfo fácil, los afectados por la crisis reaccionan con pasividad inusitada a ese atropello a la lógica que ha constituido el desarrollo de la hecatombe financiera y las medidas de ajuste que decreta, en connivencia o sometimiento de los políticos. “Quienes pueden hacer que creas en absurdos pueden lograr que cometas atrocidades”, avisaba Voltaire. Incluso para uno mismo. O lo que es peor, para todo un colectivo que ha de cargar con la rémora de los bebés mentales.
José Ortega y Gasset reflexionaba hace casi un siglo sobre el nacimiento del hombre-masa, hijo del progreso técnico y tecnológico sin precedentes que se estaba registrando. El filósofo español ya veía que la sociedad no alcanzaba similar nivel de desarrollo. La búsqueda del dinero y de la “utilidad” había empobrecido lo que él llamaba la conciencia moral para producir, decía, un ser vulgar, consciente y orgulloso de su condición, exigiendo su derecho a la mediocridad sin ninguna cortapisa.
En 1913 José Ingenieros, médico, sociólogo y filósofo argentino, se había expresado en parecidos términos en El hombre mediocre. Alguien que no lucha por ideales sino que, incluso, los combate porque afectan a su estabilidad, y se vuelve “sumiso a toda rutina, prejuicios y domesticidades, para convertirse en parte de un rebaño o colectividad cuyas acciones o motivos no cuestiona, sino que sigue ciegamente”.
Dudo que ambos pensadores llegaran a sospechar lo que habría de venir: los terribles istmos ideológicos que sacudieron el mundo y una guerra extremadamente cruenta, de la que se salió, como reacción, con los mayores avances en el reconocimiento de los Derechos Humanos que nunca se habían dado. ¿Cómo permitimos que destruyeran la obra? Lo hicimos nosotros. Con nuestro silencio. A cambio, nos han dado el exacerbamiento del llamado libre mercado y la precariedad económica para la mayoría de la sociedad, con la merma de los logros duramente conseguidos. El enaltecimiento del yo individual que, sin embargo, quiere sentirse “como todo el mundo”, la inacción y la inmadurez colectiva con fuertes signos pueriles.
El cambio sustancial que trajo nuestra época fue la comunicación masiva. Y, con ella, la uniformidad y repetición de los mensajes. Si el hombre-masa decidía sobre su destino –por muy simple que este fuera–, al del siglo XXI se lo dan digerido y con profusión de impactos destinados, en buena parte, a disuadir el pensamiento crítico. Resulta paradójico ver a una ciudadanía asolada por problemas económicos, con abrumadores agravios comparativos, a la que roban su dinero en la socialmente aceptada corrupción pública, devaluados sus derechos y sus servicios esenciales, mostrando tal despreocupación. O un miedo enmascarado que le incita a mirar para otro lado pensando que así el peligro se evaporará por sí solo.
Inconsciente de su problema, la sociedad infantilizada malcría –¿para perpetuarse?–. Los niños españoles crecen en madurez social a través de las redes de internet, pero se muestran francamente desanimados ante el compromiso y el esfuerzo. “Multirregalados” –hasta tres veces en Navidad–, ven paliada la ausencia de unos padres, entregados al trabajo y a lo que este puede comprar en progresión insaciable, con el teléfono móvil. El permanente control a distancia impide el desarrollo de la facultad de decidir y afrontar los contratiempos, de equivocarse, caer y volver a levantarse, dado que una paternal voz querida soluciona el conflicto puntual. O lo que es aún peor: la de los “amigos” de Tuenti o Facebook. La educación autoritaria parió adultos reprimidos y proclives a utilizar sinuosas curvas en lugar de la línea recta. La aparente sobreprotección actual, la muerte de la iniciativa. Sensación ficticia, porque lleva de la mano justo hasta el borde del precipicio, donde desaparece todo aliento.
Nos hemos convertido en ciudadanos de talla única en cuerpo, usos y, casi, en ideas. Apegados al centro protector –lejos de los extremos– donde sentir el calor del otro y pasar desapercibidos, adictos a los caminos gregarios. Sin tomar las riendas de la propia vida, salvo en el canal donde nos haya tocado ubicarnos.
La dulce abuelita resultó ser un lobo feroz. Quienes dirigen el mundo no velan por nosotros: buscan su propio beneficio. Nos acechan empachos, fríos y calores más perjudiciales que aquellos de los cuales nos alertan. Aprendamos desde pequeños los riesgos y la dicha de ejercer la libertad y el compromiso. No podemos seguir pensando que “otros” –pongan el nombre que sea– arreglarán nuestros problemas. Somos responsables de su solución. Como adultos. Porque papá es un lobo para el niño. Y la democracia, como el amor, como el presente y los proyectos vitales, se trabaja día a día.
Rosa María Artal es periodista y escritora
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